ÁLVARO DE LA VEGA. El Árbol de la vida
El Árbol de la vida constituye, sin duda, uno de los principales arquetipos o mitemas de las grandes mitologías. Además, la inherente sacralidad del concepto se enraíza en —o entronca con— una larga tradición filosófico-religiosa, que funde en abrazo las civilizaciones de Oriente y Occidente. Alquímica piedra filosofal, elixir de la eterna juventud, el Árbol de la vida simboliza para el catolicismo aquella incólume humanidad, la de unos hombres y mujeres sin mácula, ajenos todavía a ese maldito pecado original que precipitará su caída. Sus frutos: el pan y el vino, especies éstas que, mediante la transubstanciación operada durante la consagración eucarística, se convertirán en cuerpo y sangre de Cristo.
Pero, el Árbol de la vida de Álvaro de la Vega posee una apariencia que dista mucho de la que podía presentar aquel otro árbol del paraíso mencionado en el libro del Génesis. Porque el suyo es, en realidad, un árbol caído. Las ramas ya no arañan el cielo, diabólicamente confinado en la tierra. Sin embargo, Álvaro de la Vega decide no hacer leña del árbol espiritualmente caído. Y así, su hacha golpeará con saña una madera en cuyo duramen se esconde el pecado original, asumiendo casi el papel de un verdugo que ejecutase, por mandato divino, un castigo ejemplar: desenmascarar a los responsables de la deturpación de la humanidad.
La escultura en madera
La madera es para Álvaro de la Vega mucho más que una simple alternativa. Es la substancia idónea, el material óptimo, la materia prima perfecta para la transformación. Consustancial. Por nacimiento, vivencias y cultura. Un contexto en el que la madera participa, con divina omnipresencia y desde la infancia, en las actividades humanas. Donde los niños la manipulan hasta construir con ella sus propios juguetes. Vertebral. Pues solo a través de sus anillos podrían circular las ideas fundamentales. El parentesco se va estrechando, intensificándose los afectos. Consanguínea. Y henchida, ganando tridimensionalidad, dominando el espacio, asaltando al espectador con toda su lígnea naturaleza.
El material, primero. Siempre. Inerte. Y el artista, el espectador, el recorrido, la idea y la vida, después. Cortes que son las líneas de un dibujo que, flotante, testimonia el proceso, el cortejo, la cópula y el parto. Pues así de honesta resulta siempre la relación entre la madera y el hacha, herramienta principal en los esponsales.
La memoria del material
Todas las piezas de esta opus magnum comparten memoria, viaje. Después de crecer los eucaliptos en el monte, las curtidas manos de los leñadores talan unos troncos que van a dar forma luego a bateas fondeadas en la ría. El tiempo, el mar y la oxidación de sus clavos de hierro habrán de teñir, de manera natural, la materia prima con la que va a trabajar el escultor. Madera ennegrecida, morada. Y, de nuevo, unos hachazos que, si bien no siempre son certeros, logran apurar ahora una labor en pos de los artísticos designios imbuidos por alguna musa.
Ligeros toques de pintura en ropa interior y labios femeninos, nada más. Sutil iluminación que no enmascare las cicatrices del trabajo, los golpes asestados por la herramienta, los surcos de un camino que, con suma facilidad, podríamos desandar. Un acabado, un resultado final que, en definitiva, posea la autenticidad de lo vivido.
El campo de la fiesta
Las salas son ahora el campo de una fiesta sexual que celebra la “buena” vida y a la que nosotros, por supuesto, también hemos sido invitados. El espectador engrosa, de este modo, las filas de los individuos pasivos. Pero, su pasividad es relativa. Pues, a diferencia de los personajes lígneos, frente a su grito sordo, congelado, nuestra palpitante naturaleza va a gozar del privilegio que le concede la obra escultórica.
El movimiento, la libre circulación por los diferentes espacios expositivos, la cuarta dimensión, en definitiva, será la que ofrezca al visitante una obra única a cada paso que éste dé. Percepciones particulares, singulares perspectivas que multiplican exponencialmente el valor de este trabajo. Experiencias, acumuladas después en nuestra mente como recuerdos. Almacén de imágenes e ideas al que uno puede volver en busca de inspiración, o simplemente movido por la nostalgia.
El Jardín de las delicias
¡Bienvenidos a este particular Jardín de las delicias! Un pseudo-paraíso donde sus habitantes sucumbieron al pecado. La humanidad lujuriosa precipitándose al vacío, hacia la perdición. La locura se apoderó ya de unas mentes enfermas. Un placer sexual tan fugaz como la propia vida de aquellos frutos, los de nuestro Árbol de la vida. Lascivas frutas a las puertas de la putrefacción.
Reinterpretación escultórica, por lo tanto, de un famoso e histórico tríptico. Revisión y actualización del panel central de la archiconocida pintura de El Bosco. Acto principal y único de una representación teatral que tiene al Jardín del Edén como virginal preludio y al Infierno como apoteosis necia.
Pero, ¿por qué presuponer la vergüenza y el rubor inminentes de nuestros personajes? ¿Por qué no acabar de una vez por todas con la misoginia de un relato que hace de Eva nauseabunda encarnación del pecado? ¿Y si estuviésemos delante de la representación de un paraíso humano, a salvo de culpabilidades bíblicas y penitencias cristianas? Y no en ese futuro distópico que recrea Saramago en Las intermitencias de la muerte, con el feliz desbaratamiento de una Iglesia que cimentó su próspero y milenario negocio sobre la figura de aquella Muerte que, inexplicablemente, hizo mutis por el foro. No. La auténtica tierra de promisión. Promesa de una inmortal e implacable diosa de nombre Libertad, gobernante en cargo vitalicio de su señorío en expansión. Solo así El Árbol de la vida será, por fin, El Árbol de la “buena” vida.
Expresionismo primitivista
Desde finales del siglo XIX, la fascinación por las culturas primitivas se dejará sentir en el arte occidental. Expresivas formas visuales de pueblos ancestrales tendrán un hueco dentro de vanguardias históricas como el Cubismo o el Expresionismo: máscaras de tribus africanas remotas, antiguas pinturas egipcias, enigmáticas esculturas íberas, arcaicos tótems polinesios… Atraídos por su extraordinaria libertad de expresión, las rupturistas concepciones volumétrica y cromática, o la transcendencia ritual de unos objetos en contacto directo con las fuerzas y espíritus de la naturaleza, los artistas más revolucionarios van a incorporar entonces a su producción alguno de estos referentes.
El acercamiento de Álvaro de la Vega a presupuestos primitivistas de marcado carácter expresionista responde a dos motivaciones fundamentales. Por un lado, su conexión y querencia por el pasado escultórico. Y por el otro, esa ejercida militancia ideológica, que aboga por volver a los impulsos y materiales elementales, frente a la sofisticación de un arte centrado en el conocimiento. Una apuesta por ese arte transversal al tiempo.
Infancia y paisaje interior
En la infancia germina el futuro del ser humano. Eso es, por lo menos, lo que opina el psicoanálisis, disciplina freudiana para cuyo método esta etapa resulta decisiva, pues ha de determinar la estructura de personalidad del individuo. Allá también, en su propia infancia, sitúa Álvaro de la Vega el origen de las principales influencias, su particular manera de filtrar la realidad, las claves de su sensibilidad.
Deslocalización de unas ideas sin demasiada geografía. Enmudecido mapa físico. Paisaje interior. Cultura de leñador. El niño que en el hogar alimenta el horno. Regresión a la infancia. Curiosidad infantil. Motor que hace avanzar al artista.
Rubén Martínez Alonso
Comisario de la exposición