Letanía de los contenedores o divagaciones sobre Manuel Quintana Martelo, peatón urbano
Conocí al pintor santiagués Manuel Quintana Martelo en la época auroral de Atlántica, el movimiento que, en Galicia, puso los relojes de la pintura a la hora internacional. Movimiento que, si bien tenía más de una conexión con los “Ochenta” madrileños, en más de un aspecto se enraizaba en lo más cercano, y parecía revivir el espíritu de la modernidad neopopularista gallega de los años veinte, de aquella generación de vanguardia que transformó radicalmente esa escena, y a la que nuestro pintor ha rendido homenaje en la figura de Seoane, objeto de una de sus efigies. Me parece que fue en una de las ediciones de la recordada Bienal de Pontevedra donde tuvo lugar nuestro primer encuentro, aunque también pudo ser en el contexto de la muestra de Atlántica celebrada en 1983 en Santiago, en el Palacio de Gelmírez.
Tras habernos perdido de vista durante varias décadas, ha sido gracias a los buenos oficios de Miguel Fernández-Cid que he vuelto a encontrarme, estos últimos años, con Quintana Martelo, presidente (desde 2014) de la Real Academia Gallega de Bellas Artes, en la que había ingresado en 2004. Y he podido apreciar en directo lo mucho que este corredor de fondo, hombre de acción, pero también reflexivo y meditativo, ha ahondado en su universo plástico, en torno al cual he aprendido mucho leyendo la monumental monografía, en forma de rayuela cortazariana, que le dedicó el propio Miguel, aparecida en 2010 en la colección “Grandes Pintores”, de la Diputación coruñesa. Y al pintor lo he tratado, además, en la presente década, en su nueva condición de peatón de Madrid, y en concreto de habitante de una zona no muy alejada de nuestro barrio, aunque allende el Manzanares: los Carabancheles, zona que en la presente década conoce una intensa y muy publicitada vida artística, convirtiéndose en cierto modo, por decirlo metafóricamente, en nuestro Brooklyn, aunque los puentes que allá conducen son menos monumentales que el neoyorquino del mismo nombre. Paradójicamente, la capital es, para el pintor, un lugar más neutro y en calma que la provincia, y concretamente que Santiago, donde al final tiene siempre muchas cosas de las que ocuparse y preocuparse, entre otras la Academia, desde la que está muy orgulloso de haber conseguido que el Museo del Prado expusiera al Maestro Mateo. Este estudio carabanchelero es por lo tanto un lugar perfecto para él. Para aislarse, para concentrarse en su oficio.
Formado a partir de 1966 en la Escuela Superior de Bellas Artes de Sant Jordi de Barcelona, Quintana Martelo menciona, entre sus profesores, a una serie de artistas relativamente olvidados, y que no dejaron mayor huella en su formación. Junto a ellos, a uno de mucha mayor entidad, al cual el firmante de estas líneas alcanzó a conocer vía el recordado Rafael Santos Torroella, y del que mucha gente le ha hablado, coincidiendo en calificarlo de la persona más al día de aquel entorno: el pintor Jaume Muxart, que años más tarde llegaría a ser decano de la venerable institución, ya convertida en Facultad. Fue con Muxart como principal guía que el entonces aprendiz de pintor se inició en la selva del arte de su tiempo, dentro del cual en un principio se fijó especialmente en la figura, entonces de mucha influencia en nuestro país, y en otros de nuestro entorno, de Francis Bacon. Formación académica, pues, que se completa con estudios de muralismo en Sant Cugat del Vallès, y con la prestigiosa beca de paisaje de Granada. Pero, enseguida, tentaciones más modernas. Es muy gráfico lo que cuenta Quintana Martelo al respecto: si cuando entró en la Escuela su máximo anhelo era exponer en la Sala Parés, la venerable sala de la calle de Petritxol, junto a las Ramblas, cuando obtuvo el título, su deseo se centraba en el Ensanche, y en concreto en la calle Consell de Cent. Deseo que terminaría viendo cumplido, cuando expuso, en 1979, en Adrià, una galería importante, hoy desaparecida, ligada a la historia personal del firmante de estas líneas, que siete años antes estuvo allá, como uno de los Nueve pintores sevillanos llevados por Juana de Aizpuru.
Vino luego para Quintana Martelo la época de los viajes, que en gran medida fueron viajes a museos. El primero fue a París, y supuso para él la primera visita al Louvre, pero también la revelación en directo, en el emblemático año 1968, de la modernidad artística, vía principalmente el viejo Musée National d’Art Moderne, del que era director Jean Cassou. Del segundo, a Ámsterdam, nació su gran ciclo Crónica desde Rembrandt, expuesto en 1978 en una sala santiaguesa, y al año siguiente en la citada Adrià, y en tres espacios de Tarragona, su siguiente ciudad de residencia. Impresionante la pieza de mayores dimensiones de cuantas integraron el ciclo, un políptico de dos metros de alto por siete de ancho, que por su ambición y aliento nos recuerda la obsesión de su autor tanto por los frescos italianos, como por el muralismo mexicano. La ciudad septentrional de los canales queda también asociada en su memoria a la figura de Van Gogh. El tercer viaje iniciático fue a Londres, es decir, a Francis Bacon, entonces omnipresente, repito, en los estudios españoles. Naturalmente, todo esto compatible con una devoción constante por el Museo del Prado, reforzada a cada visita, y que desembocará en el ciclo Visiones del Prado, donde hay versiones de cuadros de Rafael, Durero, Tiziano, Rubens, Goya (incluido su Perro semihundido, que tanto obsesionó a nuestra generación abstracta).
Años aquellos, los setenta y el comienzo de los ochenta (en 1981, vuelve a Santiago, donde pasa a ser catedrático de dibujo en el Instituto Arzobispo Gelmírez), en que más allá de estas miradas a la tradición, toca muy diversos palos: trabajos fotográficos a base de rayar negativos, muy en una onda Man Ray; secuencias de paraguas, que remiten a los de Magritte, aunque el tratamiento tenga más que ver con el Hernández Pijuán más meticuloso y sistemático; ciclo, en clave pop, en torno al Yalta de la cumbre Stalin-Roosevelt (1977); y su exposición más conceptual, Cercos-as (1979), en el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza, con Manuel Allué, con el que repite la experiencia en 1980 en el MAM de Tarragona.
A la aludida Atlántica, fundada en 1980, con el médico y coleccionista vigués Román Pereiro como activísimo coordinador, se integra Quintana Martelo al año siguiente. Ahí coincide con artistas a los que él ya llevaba años tratando, como Xabier Correa Corredoira, Francisco Mantecón o Guillermo Monroy, y con otros a los que acababa de conocer, como Menchu Lamas, Antón Lamazares, Francisco Leiro o Antón Patiño. Con todos ellos coincide, en 1983, en la mencionada colectiva del Palacio de Gelmírez. Como todos ellos, admira, como a un auténtico faro, al veterano Laxeiro. En un dibujo de 1984 representa a Leiro, junto a su impresionante retrato en madera de Lamazares. En ese dibujo, y en el resto de los que expuso aquel año en la Galería Novecento de Vigo, se aprecia una gran proximidad al Hockney dibujante. Que esa disciplina es central en su reflexión lo prueba que en 2004 su discurso de ingreso en la Academia se tituló La forma: naturaleza del dibujo. Un acontecimiento importante en su vida, relacionable con la euforia pictoricista de los años de Atlántica, es su participación en la fundación de Trinta, galería que estaba llamada a ser una de las más conocidas de Galicia, y en la que durante un tiempo contó como colaborador con el fiel Allué. Aunque hoy ninguno de los dos tenga nada que ver con la actual Trinta, le siguen teniendo gran cariño. Ciertamente es significativo el hecho de que fuera una galería nacida a iniciativa de los artistas.
El último viaje iniciático de Quintana Martelo fue más que un viaje: una estancia de varios meses, en 1992, en un Nueva York al que volvería con frecuencia, convirtiéndola en su otra ciudad. La confrontación con la gran metrópolis es la base de un ciclo de cuadros en que comparecen el puente de Brooklyn (con las Torres Gemelas al fondo), Lexington Avenue, Madison Avenue, Union Square, Mercer Street, Rose Street, o Spring Street. Cuadros en los que el pretexto para un soberbio ejercicio pictórico son el mobiliario urbano (especialmente las cabinas de teléfono), las paredes, las basuras... Sobre su obra de ese tiempo escribieron varios críticos norteamericanos, entre ellos Donald Kuspit. Cuatro son las individuales que el pintor ha celebrado allá, en la Artopia Gallery (1995), en la Gertrude Stein Gallery (1996), en la Wickiser Gallery (2003), y en la QCC Art Gallery de la City University of New York (2006).
Aunque amigo también de la palabra (ha ilustrado, entre otros, a Xosé Luís Méndez Ferrín, su individual neoyorquina del 2003 la tituló Plastic Prose, y la coruñesa de 2011, celebrada en el Kiosco Alfonso, retocando un poco a su paisano José Ángel Valente, Material/Memoria), Quintana Martelo es un pintor muy pintor, que ha representado de modo recurrente, en sus lienzos y en sus papeles, de 1987 en adelante (año del ciclo Achever de peindre), el espacio del propio estudio, y los pinceles, brochas, rodillos, platos, cubetas, paletas, tubos y otros útiles del oficio, y hasta As zapatillas de pintar (título de uno de sus cuadros de 2000), manchadas de color, que me recuerdan las que llevaba Joan Mitchell el día ya lejano en el tiempo en que la conocí, a su fugaz paso por Madrid para un proyecto de exposición que no llegó a cuajar. En su conversación ya citada con Fernández-Cid, el santiagués desliza al paso una hermosa metáfora del estudio como lugar de los sueños. Espacio en el que se representa a sí mismo, en un importante lienzo de 1997, de 195 centímetros de alto por otros tantos de ancho: Autorretrato no obradoiro [Retrato en el taller]. Rasgo, este de evocar el campo de batalla (Antonio Saura dixit) de la pintura, que comparte con otros miembros de su generación española, y estoy pensando en el Alfonso Albacete del ciclo que integró su decisiva individual En el estudio (Galería Egam, Madrid, 1979), y en ciertos cuadros del Manolo Quejido de La Nave, o en otros del Miguel Galano de los años madrileños, y sobre todo en tantos autorretratos de Miquel Barceló. La problemática del estudio, por otra parte, siempre acaba siendo la de El cuadro dentro del cuadro, por decirlo con el título de uno de los libros más célebres de Julián Gállego.
Frente a la tonalidad eminentemente rural y marinera que dominaba en Atlántica, en la pintura reciente de Quintana Martelo prevalece lo urbano, y es esa dimensión de pintor urbano, ya prefigurada en su obra neoyorquina, la que me parece especialmente fascinante, tal como se concreta en su dilatado ciclo Containers, iniciado en 2012 (un lejano precedente: el dibujo sobre un contenedor de pequeñas dimensiones titulado O tempo físico, de 1991), y que le ocuparía a lo largo de los cinco años siguientes, y en el que por decirlo con sus propias palabras, desarrolla “una planimetría geométrica”. El relato a cargo del propio pintor de cómo surgió ese ciclo, es muy de flâneur, de paseante urbano: “El 14 de marzo de 2012 a las 14.36 paseando de Gran Vía a la calle Atocha, en la calle Marqués de Cubas 23, veo un contenedor amarillo en el que impactaba el sol en ángulo oblicuo de derecha a izquierda: mi luz preferida y la que uso en casi toda mi obra. Hice una fotografía y en días posteriores volví a ver el mismo contenedor, con variaciones en la carga, hasta que un día, ya no estaba. La imagen la mantuve en la retina y en el pensamiento durante un tiempo y pensé que era un buen motivo para una pintura: su impacto visual, la carga casi perfecta (hice una breve corrección al fotografiar) y la luz espléndida”. Sigue luego relatando las circunstancias de aquella iluminación. Y explicando cómo, a la hora de realizar la obra nacida de la misma, tuvo meridianamente claro que los objetos tenían que ser representados a su tamaño. Y aludiendo a lo diversificado de los soportes: papeles, fotos, acuarelas, óleos… Y a la voluntad de practicar la duda sistemática, y el arte de la variación, lo que él llama, entre comillas, “repetir y repetir”, añadiendo “hasta la saciedad”, y remachando: “la reiteración, la repetición (casi obsesiva)”.
Como puede deducirse del texto que acabo de citar, en este y otros ciclos, y como no pocos pintores, Quintana Martelo, que ha posado para fotógrafos tan buenos como su paisano Vari Caramés, compatibiliza el uso de los pinceles con el de la cámara fotográfica, que en su caso viene a ser como un lápiz de otro tipo. Internacionalmente, pensemos en Andy Warhol, en Ed Ruscha, y sobre todo en David Hockney, santo muy de la devoción, ya lo he indicado, de nuestro pintor. Entre nosotros, hay que evocar a algunos nombres relevantes de las décadas del cincuenta y el sesenta: Jesús de Perceval, Joaquín Rubio Camín, Fernando Zóbel, Alfredo Alcain, Luis Gordillo o Darío Villalba. O a gente aparecida más tarde, como Guillermo Pérez Villalta, Juan Ugalde o un José Manuel Ballester que, aunque no ha abandonado del todo los pinceles, dedica hoy lo principal de su tiempo al arte de la cámara.
El lado registro urbano obsesivo que sustenta el ciclo Containers de Quintana Martelo remite de alguna manera a un pionero de la fotografía moderna como es Eugène Atget y a su archivo de vedute de París, o a su colega y amiga Berenice Abbott, que además de contribuir decisivamente a preservar el legado del francés, desarrolló luego un proyecto parecido en torno a Nueva York. Más cerca de nosotros, pensamos también en el citado Ruscha, pintor doblado de fotógrafo, y que en ambos terrenos ha sabido dar una visión absolutamente única, y definitiva, de la no-ciudad que es Los Ángeles (Ruscha, que, por cierto, entre sus fotografías más antiguas, tiene una, de 1961, de una alcantarilla madrileña).
En diversos textos, así como en algunas entrevistas, Quintana Martelo ha subrayado la necesidad que tiene de partir de un discurso, y por lo tanto su gusto por las series, que le permiten practicar el arte de la repetición, de la variación sobre un mismo tema.
Importancia del dibujo, un cierto lado Hockney, de nuevo (siempre) en Quintana Martelo, hombre de formación sixties, algo que lo singulariza dentro de Atlántica, donde coincidió con artistas algo más jóvenes que él, que recibieron otras influencias, y muy especialmente la del nuevo expresionismo alemán. Trabajo el suyo muchas veces sobre papel, y que habla de su propia génesis, con mucha marginalia, muchos comentarios, textos, fotografías, un lado procesual, un lado palimpséstico.
“Bodegones urbanos nada silenciosos, con muchos rumores”, así designa Fernández-Cid, en fórmula especialmente feliz, este rutilante ciclo de nuestro pintor, centrado en los containers donde se deposita el material resultante de las obras. Los containers: un mobiliario urbano muy de nuestro tiempo, como lo son las cabinas telefónicas, tan presentes, ya lo he indicado, en su producción neoyorquina. La calle moderna lleva más de un siglo siendo puro ruido, bien que lo sabían los futuristas (Luigi Russolo: L’arte dei rumori, 1915), y nuestros queridos ultraístas (entre ellos, algunos gallegos: pienso sobre todo en Eugenio Montes, que describió en verso un Nueva York imaginario, y que quiso titular Rascacielos a una revista orensana que finalmente no vio la luz), y los estridentistas mexicanos que proclamaron su amor por el olor a nafta, y los modernistas de São Paulo, y Blaise Cendrars, amigo de estos últimos, y de Fernand Léger, y que escribió, en una publicación mano a mano con el gran cartelista Cassandre, aquello absolutamente definitivo de “El espectáculo está en la calle…”. La calle moderna: sonidos ruidosos, estridentes, pero también ruido visual.
Desde que me he visto confrontado a esta hermosísima serie de los contenedores de Quintana Martelo, parte de la cual integró su exposición orensana de 2015, confieso que he descubierto un nuevo aspecto de la ciudad. El arte nos ayuda, una vez más, a ver el mundo. Brassaï y otros fotógrafos, y pintores como Dubuffet o Tàpies, nos enseñaron a ver los grafitis. Gracias al pintor objeto de la muestra para la que escribo estas líneas, me he dado cuenta de que, una vez más, el espectáculo, sí, está en la calle, y de la cantidad de contenedores que pueblan las calles de Madrid y del resto de las ciudades españolas. Y me he dado cuenta además de que esas arquitecturas móviles, estas “planimetrías geométricas” (por emplear de nuevo el bonito término con el que las designa) que tienen algo de grandes esculturas minimalistas, van ornamentadas siempre con tipografías, con rótulos más o menos acertados (los hay francamente desastrosos, pero otros casi están bien, y a veces incluso parecen de la gran época de los citados Cendrars y Léger, de Torres-García y de su compatriota y amigo Rafael Barradas, o de nuestro Gabriel García Maroto de cuando su imprenta, y su editorial Biblos), rótulos que remiten a la empresa propietaria (Aluche, Arcón, B.G., Boluda, Cano, Codisan Contenedores, Conte Vigo, Contenedores Madrid, Contrasa, Cora Reciclat, L. Coronel, Cosersa, Couceiro, Cruz, DSR, Durán, Hnos. San Juan S. A., Maconsa, Mai, Osconsur, Parque, J. Pedraza, Prisma, Rivas, Rodríguez y Sobrinos, Sacotran, Salmedina, Seurcon, S. V., Tan Automoción, Toysal, Transhelmut… una letanía prosaica, a la que por mi parte podría añadir unos cuantos nombres más, detectados en mi barrio madrileño), empresas que se lanzan directamente (a veces, van unos simples teléfonos) a por posibles clientes, convirtiendo los flancos de las mismas en reclamos publicitarios dirigidos a aquellos. Todo eso, repito, toda esa realidad, es algo que en este caso me llega, vía el arte.
A esas tipografías que ornamentan la geometría de los contenedores, Quintana Martelo, tan amigo siempre de convertir sus cuadros en diarios íntimos, añade sus propias anotaciones manuscritas y hasta su propia rotulación (algo ya practicado con él en algunos de sus cuadros neoyorquinos: pienso por ejemplo en Rose Street, de 1993-1998, o en Canal Street, de 2000), con indicaciones urbanas madrileñas (Augusto Figueroa, Don Tello, Duque de Medinaceli, Guadarrama, Hermosilla, Limón, Lope de Vega, Marqués de Cubas, Reina, Tetuán, Velázquez), santiaguesas (General Pardiñas), viguesas (Orillamar: una toponimia curiosa, y que siempre me gustó…), guerniquesas (Don Tello), sancugateñas (Francesc Macià), y así sucesivamente…
Los formatos a los que suele recurrir Quintana Martelo en las piezas de mayores dimensiones de este ciclo son en verdad heroicos, y en ese sentido casi parecen propios del tiempo de la Escuela de Nueva York. Pocas veces he visto un trabajo sustentado en tal grado en el dibujo, y que termina adquiriendo una presencia tan monumental, tan imponente. Tan luminosa y rutilante, a un tiempo. Sustentada en lo más cotidiano y prosaico, y a la vez tan sublime. The Sublime is Now, decía Barnett Newman. Como si se hubiera eternizado el rayo de sol que lo deslumbró aquel día de hace casi diez años, en la madrileña calle del Marqués de Cubas.
Juan Manuel Bonet
Comisario de la exposición