El melodrama adquirió sus características específicas a finales del siglo XVIII, coincidiendo con la Revolución Francesa y los inicios de la Revolución Industrial en Inglaterra. La monarquía francesa había otorgado patentes reales a teatros oficiales como la Comédie Française y la Ópera Real, con la consecuencia de que sólo en ellos se podían representar obras que incluyesen textos verbales. Los teatros restantes, más próximos a la burguesía y al proletariado emergentes que a la aristocracia, no tenían permitido hacer uso de la palabra en sus espectáculos. Para compensar esta carencia, comenzaron a servirse de recursos como la exageración de los gestos y la abundancia de melodías y efectos especiales, lo que cristalizó en un nuevo lenguaje dramático.
Tras la Revolución Francesa se permitió a todos los teatros integrar textos hablados en las tramas, pero los nuevos usos dramáticos habían tenido tanto éxito que su estética del exceso ya no se abandonó. De hecho las clases que habían sido sus destinatarias iban a protagonizar el devenir histórico, por lo que, con el ascenso social de la burguesía y la formación de la clase obrera, el melodrama se convirtió en la forma canónica para reflejar y dar respuesta a sus nuevos problemas y aspiraciones.
El mundo se había secularizado y estaba experimentando grandes progresos, pero la necesidad de afirmación de la moralidad y de la justicia, y de diferenciación de lo bueno y lo malo, no había desaparecido. El melodrama cumplió entonces el objetivo de dar forma a los valores sobre los que se iba a cimentar la nueva sociedad, tales como la familia o la superioridad moral de los pobres, los inocentes y los virtuosos. Para configurar mejor este nuevo universo simbólico, el melodrama fijó un repertorio de tipos: el héroe, la heroína y el villano (personajes que no podían agotar la complejidad del carácter individual) nunca faltarían, como no faltarían la claridad del mensaje ni el final feliz.
Esta estética fue inmediatamente adoptada por la industria cinematográfica. Igual que las obras teatrales en las que se originó el melodrama, también las primeras películas fueron necesariamente mudas, de modo que era natural que adoptaran los recursos que habían demostrado ser eficaces para superar ese obstáculo. Pero lo cierto es que la estrategia de la exageración no desapareció con la llegada del cine sonoro, sino que fue adaptada por el nuevo sistema audiovisual y contribuyó a crear un universo formal fácilmente accesible para las masas.
La imaginación melodramática había encontrado su lugar propio en la densa iconosfera que estaba empezando a desplegarse, pero a costa de cargar con el estigma del mal gusto.
Ahora bien, desde que la distinción entre buen y mal gusto empezó a desmoronarse con la posmodernidad, lo melodramático ha vuelto a explotarse por numerosos artistas que exploran sus procedimientos característicos para expresarse de manera excesiva. Y lo hacen sin complejos.
Inmersos en un mar de estímulos audiovisuales, zarandeados por el impacto de innumerables mensajes lanzados globalmente por los medios de masas, las industrias del ocio y la publicidad, estos artistas son muy conscientes de que lo que antes se decía en una clave comedida, ahora debe ser expresado "a lo grande". La exageración del sentimiento es un motivo central para muchos de ellos, como del yo en un mundo alienado.
MELODRAMA es una exposición que recoge esta actitud. Participan en ella treinta y cuatro artistas que trabajan en distintos campos de la creación: pintura, escultura, instalaciones, fotografía, vídeo. No todos son melodramáticos por elección, intención o juicio. Pero todos reconocen las posibilidades del género, y, sea por simpatía o por un proceso crítico, utilizan a propósito técnicas melodramáticas para conseguir sus fines.