Es un lugar común afirmar que, en general, el arte brasileño ha seguido una inclinación constructiva –en el sentido más amplio del término– a partir del impacto ejercido allí en los años cincuenta por el concretismo, que fue la prolongación más influyente del constructivismo original. Este estereotipo, como tantos otros, contiene bastante verdad.
Creo que lo más importante que hizo Max Bill en su vida fue visitar Brasil. El artista y arquitecto suizo realizó una muestra personal en el Museo de Arte de São Paulo en 1950, y ofreció conferencias en esa ciudad y en Río de Janeiro. Como es sabido, un año después obtuvo el premio en la primera Bienal de São Paulo, y en 1953 recorrió Brasil invitado por el gobierno. Sus postulados estimularon una nueva época en el arte brasileño, y su impacto ha llegado hasta el nuevo milenio, sirviendo de base a toda una orientación artística que lo ha trascendido hacia poéticas originales.
Ahora bien, la extraordinaria influencia del concretismo en el Brasil se ha manifestado más por todo lo que los brasileños lo han “desarreglado” creativamente que por lo que lo han seguido. Pero desordenar no significa negar del todo. Es sorprendente comprobar cuánto tienden los artistas brasileños a establecer estructuras, a crear “nuevas realidades” insólitas, a ordenar componentes de carácter serial, a trabajar por adición de unidades, a usar la geometría o cierta pulsión matemática de manera directa o indirecta… El arte brasileño posee, además, una sensibilidad única hacia el material, y se fundamenta en el objeto, en su realidad y su presencia física. Si bien coexiste con muchas otras, se trata de una orientación prevaleciente que da una impronta peculiar al arte en Brasil, y que resalta en relación con las inclinaciones dominantes en el resto de los países de América Latina.
A partir de aquí, algunos artistas crean sus obras mediante el recurso formal y conceptual de “desarreglar” una estructura. El desarreglo puede llevarse a cabo en la dimensión formal de la obra, en su contenido, en su proyección, o en todos ellos. Decía Gaston Bachelard: “Queremos siempre que la imaginación sea la facultad de formar imágenes. Y es más bien la facultad de deformar las imágenes suministradas por la percepción y, sobre todo, la facultad de librarnos de las imágenes primeras, de cambiar las imágenes”.
He aquí una zona importante de la imaginación artística brasileña: una imaginación como “cambio”, como “deformación” de imágenes existentes, y aun de imágenes “primeras”, raigales. Una buena parte del arte brasileño necesita marcos previos sobre los cuales, y dentro de los cuales, ejercer su libertad. Es una libertad en el interior de una cárcel querida y gustosa, como “el amor en la cárcel de tus brazos” de que hablaba un viejo bolero que acabo de inventar. Insisto en que no me refiero a un procedimiento de diseño sino a una variedad de estrategias estético-discursivas, con frecuencia muy complejas y sutiles, con el fin de crear sentido. Ellas, de cierto modo, subvierten desde dentro el marco constructivo, pero sin quebrarlo, más bien ampliando sus posibilidades hacia campos inéditos, potenciándolas en forma nueva, pulsando una tensión creadora de significados. La frecuencia de esta operación en el Brasil debe provenir del neoconcretismo, que fue un “desarreglo” cuyo influjo ambiguo y multidireccional persiste hasta hoy, muy enraizado en la dinámica artística del país.
Toda esta orientación encaja en las tendencias posminimalistas del llamado lenguaje artístico internacional. Pero, en todo caso, los brasileños son “posts” llenos de mundo. En cierto sentido, el minimalismo fue un “sueño de la razón” del concretismo, a la vez que un concretismo ingenuo, “a la americana”, y desengañado de aspiraciones de diseño y arquitectura. Después, el posminimalismo fue su neoconcretismo. Este modo revertido de poner las cosas me parece plausible, no solo por el giro anti-hegemónico que implica, sino porque el neoconcretismo antecedió en muchos años al posminimalismo, además de abrir un camino nuevo, diferente.
Haciendo eco a la herencia neoconcreta y posneoconcreta, los artistas brasileños –tanto los “rigoristas” de Sao Paulo como los “lúdicos” de Río de Janeiro, para seguir con la dicotomía clásica– trabajan con una libertad, una emotividad, una espontaneidad y una sensibilidad particulares, a veces inefable, que les da un trazo característico más allá de su diversidad. Ellos han introducido una –quizás– paradójica expresividad en el detachment contemporáneo, han complejizado al máximo la estética del material, proveyéndolo a la vez de una carga subjetiva, y han diversificado, vuelto más compleja y aún subvertido la práctica del “lenguaje internacional”.
La personalidad de esta plástica anti-samba no se produce –como tanto ocurre en el arte latinoamericano– mediante representaciones, simbolizaciones o activaciones importantes de la cultura vernácula, sino por una manera específica de hacer el arte contemporáneo. Es decir, más por los modos de hacer los textos que de proyectar los contextos.
Superar todo resto de neurosis nacionalista y de sus tensas disyuntivas permitió a los artistas brasileños concentrarse en su trabajo en sí y en calma (lo que, por cierto, resultaría muy saludable para muchos artistas latinoamericanos aún a estas alturas). Tal posicionamiento, unido a la atracción por la vanguardia internacional que se fue enraizando como consecuencia de las bienales de São Paulo, y junto con otros procesos facilitados por el sincretismo cultural del Brasil, ha producido lo que veo como una superación del programa de la Antropofagia. Ya no se trata de apropiar y deglutir lo “internacional”, sino de hacerlo. Si, en términos muy generales, se ha impuesto por el mundo una suerte de “lenguaje artístico internacional” fruto de la mayor internacionalización de los circuitos y del mercado del arte, los brasileños, más que hablar este lenguaje con acento, lo están construyendo a la brasileña; es decir, reinventándolo a su propia manera.
Esta transformación de los cánones globales por el arte brasileño contemporáneo constituye también un “desarreglo”. Permite proceder en sentido contrario, del Brasil hacia el mundo, y ver cierta poética “brasileña” en las obras de los artistas extranjeros incluidos en la muestra, más allá de sus rasgos muy personales y de sus diferencias. No quiero decir que estos artistas hayan recibido influencias del arte brasileño, sino que coinciden en ciertos rasgos generales muy frecuentes y marcados en el arte del Brasil, rasgos que encarnan y expanden orientaciones de época. Al mismo tiempo, los “desarreglos” de los artistas invitados contribuyen activamente a diversificar y enriquecer el alcance de la exposición.
El concepto del “desarreglo” como eje para la selección de los artistas y sus obras, así como para el discurso conceptual y visual de la muestra, se inspira en un músico cubano: el pianista y compositor Felo Bergaza, una figura bastante olvidada de la vida nocturna habanera de los años sesenta. En las noches del cabaret Tropicana, Felo entusiasmaba a la gente con los arreglos musicales que tocaba en un gran piano de cola. Tan radicales eran que él los llamaba “desarreglos”. Su exaltada inventiva de compositor y ejecutante hacía que al final poco quedara del número original, aunque no se quebrara su marco.
De modo parecido, en esta muestra y sus obras el hecho creativo se manifiesta en un acto suave de subversión. Tal vez éste se relaciona con el espíritu de estos tiempos metamórficos, donde las mudanzas tienen lugar en los márgenes, en las fronteras, en los intersticios, en las minipolíticas... en una compleja trama de readecuaciones. Aunque se ha hablado de una “era de la aquiescencia”, creo con bastante optimismo que se trata en realidad de un tiempo dialógico, donde las transformaciones se desenvuelven de un modo diferente, en sentido horizontal y expandido más que vertical y concentrado. Vivimos una época de reajuste, que entreteje una pluralidad de procesos donde participan agentes sociales y culturales antes excluidos. Más allá del arte y la cultura, toda una estrategia del “desarreglo” caracteriza –y simultáneamente metaforiza– un mundo post-utópico donde la dinámica de transformación, más que cambiar lo que es, procura “desarreglarlo”.