Xosé Luís Otero. Atlas de soledad
Renovador de un paisaje construido ahora a partir de recuerdos, fragmentos y desechos de enorme carga emocional y fuerza expresiva; la naturaleza devastada, la ciudad deshabitada como reflejo de la soledad del individuo.
Un paisaje redibujado, reestructurado, modificado y desnaturalizado, un proceso éste que logra convertirlo en concepto básico del mismo, en construcción mental. Un paisaje sin vida, imperturbable al paso del tiempo, erigiendo Otero, paradójicamente, una sólida estética de la destrucción, un auténtico Atlas de soledad.
El Hombre Devorador
Para Otero, la conducta antisocial y destructora es masculina. Es el Hombre Devorador, el ancestral depredador de la Madre Tierra, el salvaje violador del útero materno, la explosión del líquido amniótico, la incólume y victoriosa herencia atávica.
Un acto de incontrolable fuerza machista que comparte con la humanidad su origen, avanzando junto a ella. Una devastadora colonización del planeta que hace de éste víctima del crimen más extendido, tolerado e impune de todos cuantos se han cometido.
Entonces, ¿cadena perpetua o pena capital? Da lo mismo. Pues, ¿qué es el reo, el ser humano, sino un eterno condenado a muerte? Desequilibrio humano que, inexorablemente, logrará culminar su contumaz conquista, que no es otra que la de su propio exterminio.
El paisaje heredado y el nuevo paisaje
Uno. Somos herederos del veneno que tiñe unos ríos que mueren antes de llegar al mar. Las cenizas amenazan hoy con desbordar los vastos féretros que antes eran abundantes bosques. Figuras rotas en el paisaje humeante. Descomposición, desorden, caos. Entropía de estructuras abandonadas.
Dos. Umbral para el tránsito, puerta de entrada y vía de comunicación.
Tres. Conquista de una tridimensionalidad que fuerza su recorrido, que invita a la exploración y al viaje, imposibilitando la mera observación.
Y cuatro. Son los nuevos paisajes, construidos a partir de su propia destrucción. Curvas de nivel circunscritas en un lugar infinito, en el espacio absoluto. Paisajes interiores como sublimación de la dolorosa contemplación, de la experiencia estética.
Sanctasanctórum
Será su estudio, para el artista, el espacio más sagrado, el reservado, el coto de caza, el lugar donde germine todo lo recolectado extramuros, la gruta donde opere y asista a su propio milagro.
Ventanas altas y estrechas guardando celosamente la clausura del eremita, sumergido éste en una celda donde el aislamiento borra cualquier noción espaciotemporal. Y una melodía que sólo él puede oír. Atento entonces a sus latidos, el corazón golpea con fuerza clamando por salir, por abandonar de nuevo aquella ridícula caja torácica. Allí fuera, pero más dentro que nunca, está Aquello, el Todo, la Nada absoluta, la delicada sublimación y el instinto salvaje, la maternal caricia y el impacto mundano.
Poesía, música e íntima reflexión, las tres únicas compañeras de un viaje concebido como desarrollo creativo, dentro de un supremo proceso de investigación. Taller, almacén de lo material, de objetos y texturas; pero también, y sobre todo, de lo inmaterial, de las ideas y conceptos, que diariamente asaltan al artista. Fuente de inspiración. Instrumentos, en definitiva, de ese proceso, capaces de dar forma a un proyecto inicial, de convertirlo en la obra final.
El Aleph o la ilusión del tiempo y el espacio
Primera letra del alfabeto hebreo, la lengua sagrada, será el aleph —o álef— lo único pronunciado por Dios en el Sinaí. Simbólico y evocador título entonces el de un cuento, el diecisiete, que dará nombre al libro publicado en 1949. Pues no será sino dentro del universo borgiano donde nuestra referencia cobre sentido. Allí mismo, en el ángulo del sótano de una vieja casa bonaerense de la calle Garay, el personaje Borges descubre “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”, “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”.
Porque en eso consiste la depuración llevada a cabo por Otero en sus paisajes iniciales, aquellos lugares y momentos acotados que, sin duda, existieron, pero que, ya entonces, aspiraban a lo absoluto, a la idea, al concepto, al todo. Así lo refería el propio Borges en su Aleph: “En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo…”.
Do campo á cidade
El éxodo rural, la traumática experiencia sufrida por el artista durante la infancia, impregnará sus paisajes de un dramatismo de consustancial naturaleza. Dos universos, dos realidades tan próximas como alejadas, equidistantes de un individuo condenado al aislamiento, a la inherente soledad del alma.
Una atmósfera familiar, pues, la que logra recrear en su estudio, el lugar que es al mismo tiempo terreno neutral y campo de batalla, el espacio en el que conviven neonatos y desahuciados.
Destierro físico en metástasis, desgarrado lamento por lo irrecuperablemente perdido. Desesperanza. Exiliadas emociones que vuelven a sentir el viejo escalofrío. Espejismo con visos de pesadilla, ahora también en el interior de un perímetro urbano. El oxidado esqueleto. La silente y descarnada colmena deshabitada.
Rubén Martínez Alonso
Comisario de la exposición